Decididamente preferíamos las calles... Cada tarde de verano, a las cinco, era el encuentro. Desde el piso mirábamos el barrio, lo habitábamos, respirábamos su aire, mezcla peculiar de jazmines y embutidos. Moríamos a carcajadas y nos trenzábamos a causa de furtivas traiciones. Cuando el amarillo gastado se cubría de bicicletas, patines de cuatro ruedas y piedritas de tinenti, nos convertíamos en los dueños de la vereda. Mi abuelo Yeyo silbando bajito, sorteaba obstáculos. Mi abuelo Nono, se cruzaba de calle, para evitar tropiezos. En mi barrio, todo se festejaba afuera. En nochebuena, era fija el baile de los Chicho, una familia de carniceros. Generaciones afilando cuchillos. Carniceros de día los Chicho...Por las noches alardeaban de sus rubias pulposas conduciendo en círculos, el caño de escape de su Torino. El 31 nos encontraba a todos quemando al año viejo, un repetido ritual. Ardía en llamas el muñeco de trapo, que vaya a saber quién colgaba en la avenida. Las peleas, los besos y algún que otro cuerno. Todo ocurría a la vuelta de la esquina. Gente muy importante la de Mataderos. Allí doña Clementina era la dueña del mejor jardín, Don Manolo, el dueño del almacén de don Manolo. Los japotinos y su mesurada sonrisa. Mi tío Rodolfo, el héroe de Chicago. Sunny y Licy, las coleccionistas de piropos. Carlitos, el eterno pibe, siempre listo para velorios y carnavales. Nicolina, barría el zaguán, desfilaba sus batas y capturaba de reojo, los pormenores de las vidas ajenas. Gente importante la de Mataderos, mis tíos y mis primos, mis hermanos, mis abuelos. Y ellos, los más capos de todos, mis viejos. Quien tuvo la suertuda suerte de criarse en Mataderos lo sabe. Está escrito en nuestras zapatillas, que por más que el viejo de la colmena nos amenazara con llenarnos de abejas las cabezas, seguiríamos por siempre volando en bicicleta y haciendo crujir a coro sus enfurecidas baldosas.
Marcela Motta